La historia de la biodiversidad: una larga autopsia que los humanos insisten en posponer

La historia del daño que hemos causado a la biodiversidad del planeta suele venderse como una tragedia reciente, pero en realidad es una saga milenaria, una épica de declive cuyos capítulos empezaron mucho antes de que inventáramos el GPS, los pesticidas o incluso la agricultura.

La gran pregunta esa que aparece tímidamente entre informes y conferencias es si el mundo podrá, por una vez, aprovechar la oportunidad de cambiar la narrativa. No apostaríamos mucho, pero sigamos.

El relato arranca con un misterio policial digno de un documental melodramático: la desaparición de la megafauna al final del Pleistoceno. Los humanos, recién estrenando su papel de protagonistas planetarios, se encontraron con un zoológico de criaturas míticas y gigantescas… y en unos miles de años, todas habían desaparecido. No hay arma humeante, la escena del crimen es básicamente polvo y huesos, pero la evidencia apunta siempre al mismo sospechoso: nosotros.

Ahí está el pobre Genyornis, una de las aves más pesadas del mundo, dos metros de altura y más de 200 kilos, que vivió en Australia hasta que, como otras tantas megafaunas, desapareció hace 50.000 años.

Imagen secundaria
Genyornis newtoni, probablemente eran omnívoros o herbívoros. Se extinguieron hace 30±5 mil años. Muchas otras especies se extinguieron en Australia en esa época, coincidiendo con la llegada de los humanos.

En Norteamérica, castores gigantes del tamaño de una heladera y gliptodontes del tamaño de un auto pequeño aguantaron hasta hace unos 12.000 años, antes de unirse al mismo destino.

Imagen secundaria
Paleoamericanos cazando un gliptodonte

En total, más de 178 especies de grandes mamíferos se extinguieron entre el 52.000 y el 9.000 a. C. Adivinen quién estaba expandiéndose por el planeta al mismo tiempo.

Imagen secundaria
Algunas especies extinguidas en el pleistoceno

Durante mucho tiempo, se prefirió una explicación más amable: culpemos al clima. Pero en 1966, el paleontólogo Paul S. Martin presentó su escandalosa “hipótesis de la matanza excesiva”, arruinando la imagen bucólica de los primeros humanos viviendo en armonía con la naturaleza. Según Martin, nuestros ancestros eran más eficientes exterminadores que comuneros espirituales.

Para el profesor Mark Maslin, del University College London, esta caza insostenible fue tan efectiva que obligó a los humanos a inventar la agricultura. Literalmente: quedarse sin comida por matar todo lo que se movía los llevó a domesticar plantas y animales en al menos 14 lugares distintos, hace unos 10.500 años. La primera crisis de biodiversidad, dice Maslin, es la que empujó a la humanidad hacia su “gran avance”: convertir el planeta entero en campo de cultivo.

Imagen secundaria

Y si los humanos antiguos se tomaron miles de años para eliminar especies, los modernos lo hacen en décadas. Progreso, le llaman.

Imagen secundaria
Fotografía de mediados de la década de 1870 de una pila de cráneos de bisonte americano esperando ser molidos para obtener fertilizante

Del exterminio lento al daño en tiempo récord

Hoy no solo matamos megafauna: destruimos paisajes enteros en lo que dura una administración de gobierno.

La agricultura es el motor principal del desastre. Tanto así que, de todos los mamíferos del planeta, el 96% son ganado o humanos. La ONU estima que hasta un millón de especies están en riesgo de extinción.

  • Un millón. Pero no hay de qué preocuparse: siempre podemos organizar otra cumbre internacional.

El siguiente golpe mortal llegó con la expansión europea. Mientras muchos pueblos indígenas vivían dentro de los límites de la naturaleza reconociendo que depender de ella significaba protegerla, los colonizadores trajeron una filosofía distinta: si no tiene mi nombre, ahora sí lo tiene.

Mapas del siglo XV y XVI mostraban grandes extensiones “vacías”, que no estaban vacías en absoluto.

Maslin y Simon Lewis explican en The Human Planet cómo religión, superioridad y geología colonial se unieron para rebautizar continentes enteros. Todo muy conveniente.

Imagen secundaria
Abraham Ortelius publica su Theatrum Orbis Terrarum (1595)

La llegada europea también trajo una catástrofe humana: 56 millones de personas indígenas murieron para el año 1600, el 90% de la población nativa. Hoy representan solo el 6% del planeta, pero protegen el 80% de su biodiversidad. Una estadística que resume brutalmente hacia dónde deberíamos estar mirando.

El despertar científico: fascinación, taxonomía y advertencias ignoradas.

La obsesión europea por catalogar la vida alcanzó su clímax en la era victoriana, cuando los museos comenzaron a llenarse de animales exóticos recolectados por todo su imperio.

Carl Linnaeus, el “padre de la taxonomía”, organizó 12.000 especies con la confianza de quien dice “Dios creó, pero yo ordené”. No exageraba tanto.

Imagen secundaria
Carl von Linné, fue un científico, naturalista, botánico, médico y zoólogo sueco (1707-1778)

Para el siglo XVIII, algunos ya advertían que los humanos estaban alterando el clima y el ambiente. Georges-Louis Leclerc observó en 1778 que destruíamos bosques y agotábamos peces con una eficiencia preocupante: “usan todo sin renovar nada”, dijo. Rachelle Adam recuerda esta frase como si fuera un epitafio anticipado.

Alexander von Humboldt, a fines de ese mismo siglo, veía que los humanos podían dañar ecosistemas completos mediante minería, extracción y deforestación. Su influencia sobre Darwin fue directa: si todas las especies están conectadas, como Darwin explicó en 1859, destruir unas pocas tiene consecuencias incalculables. En 1881, Darwin demostró que incluso las lombrices sostienen nuestra agricultura. Pero como muestra Ted Benton, entender algo y actuar en consecuencia son procesos distintos. En general, optamos por lo primero.

Alfred Wallace, colaborador de Darwin y más activista que ambos, denunciaba en 1880 la “destrucción imprudente de bosques y especies”. Todo esto, claro, mientras científicos seguían siendo parte activa del proyecto colonial que necesitaba conocimientos ecológicos para explotar nuevos territorios.

Imagen secundaria
Alfred Russel Wallace, fue naturalista, explorador, geógrafo, antropólogo y biólogo británico, (1823-1913)

El Antropoceno: el siglo de los daños acelerados.

El debate sobre cuándo comenzó el Antropoceno sigue abierto, pero muchos lo ubican a mediados del siglo XX, con las pruebas nucleares y la “Gran Aceleración”: esa curva planetaria donde todo sube, emisiones, consumo, destrucción, menos la biodiversidad.

Las décadas siguientes fueron una clase práctica de cómo arruinar un planeta. Los “locos años 20” dieron paso a los “sucios años 30”, con tormentas de polvo gigantescas causadas por agricultura insostenible y clima extremo. En Nueva York, en 1935, el cielo se volvió marrón. Francis Ratcliffe lo llamó una “enfermedad mortal del suelo”, recomendando reducir agricultores. Lo escucharon lo justo.

Imagen secundaria
Tormenta de polvo de la década de 1930 en las Grandes Llanuras

Tras la Segunda Guerra Mundial, los naturalistas notaron la caída de aves y mariposas. El símbolo nacional estadounidense, el águila calva, estaba en peligro, víctima de pesticidas como el DDT, usado para controlar enfermedades pero devastador para ecosistemas.

Imagen secundaria
Una necropsia realizada por el Servicio de Pesca y Vida Silvestre de Estados Unidos reveló que el ave habia ingerido carbofurano, que fue prohibido en 2009 por ser letal para la vida silvestre incluso en pequeñas cantidades

Y entonces llegó Silent Spring (1962), de Rachel Carson. Su denuncia del DDT provocó furia corporativa, ataques personales y campañas misóginas, pero también el despertar ambiental moderno: prohibición del DDT en 1972, creación de la EPA, nacimiento de Greenpeace y Friends of the Earth. Fue la primera vez que la crisis ecológica entró en la vida cotidiana.

Imagen secundaria
Libro de Rachel Carson "Primavera silenciosa". El libro proporciona fuerte evidencia científica de los enormes daños que los pesticidas como el DDT causan a la salud pública

Mientras tanto, David Attenborough y un gorila llamado Poppy hicieron más por la educación ambiental en televisión que siglos de tratados. Y Margaret Thatcher, sí, Thatcher, dedicó 30 minutos en la ONU a hablar de ozono y clima en 1989. No es una broma.

Cuando la ciencia creó un lenguaje… y nadie escuchó lo suficiente

El término “diversidad biológica” aparece en 1916, pero Tom Lovejoy lo popularizó en los ’80. De ahí nació “biodiversidad”. Los científicos por fin tenían una palabra para explicar el problema: perder variedad natural es perder estabilidad planetaria.

Imagen secundaria
La frase "diversidad biológica" apareció por primera vez en 1916, utilizado por el botánico J. Arthur Harris (1880-1930) en su libro "The Variable Desert"

Pero la falta de acción no fue por falta de advertencias. Ya en 1972, Barry Commoner explicaba que no se puede exprimir un ecosistema infinitamente sin colapsarlo. En los ’80, Norman Moore proponía combinar agricultura y conservación, mientras Norman Myers advertía que podríamos perder la mitad de las especies vivas en una generación. Todos coincidían: ya había suficiente evidencia para actuar. No se actuó.

Cumbres, tratados, promesas… y un nivel casi profesional de incumplimiento

La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), fundada en 1948, creó la Lista Roja en 1964. Desde entonces, la biodiversidad tiene termómetro propio.

Imagen secundaria

Pero la verdadera maquinaria diplomática arrancó en Río 1992: nacieron las convenciones del clima, biodiversidad y desertificación. La CDB fijó tres objetivos hermosos: preservar, usar sosteniblemente y repartir beneficios. Casi poesía.

Las cumbres se multiplicaron: 16 reuniones globales desde 1994 hasta Cali 2024. Muchos discursos, excelentes fotos grupales. En 2010, las Metas de Aichi prometían transformar el planeta. En 2020, ninguna se cumplió por completo. Ni una.

La COP15 (Kunming-Montreal, 2022) creó el Marco Mundial de Biodiversidad y su objetivo estrella: proteger el 30% del planeta para 2030. La COP16 intentó encontrar la financiación. Nuevamente, la intención es impecable; el cumplimiento, dudoso.

Lo que persiste es lo esencial:

• ecosistemas destruidos,

• especies desapareciendo,

• una crisis climática que eclipsa a la biodiversidad porque es más televisiva,

• y una economía global cuyo funcionamiento requiere literalmente devorar naturaleza.

Victor Anderson explica que la biodiversidad ha sido tratada como un tema elitista, de aristócratas victorianos amantes de los paisajes bucólicos y cazadores de grandes animales, lo que tampoco ayudó.

Imagen secundaria
16ª Conferencia de las Partes, celebrada en Cali, Colombia (octubre/noviembre 2024), crucial para implementar el Marco Mundial Kunming-Montreal, enfocándose en la financiación para la biodiversidad

El veredicto:

  • Una historia larguísima de advertencias, una acción mínima y un futuro que aún no está escrito.

La crisis de biodiversidad es un relato que abarca miles de años. Desde las extinciones del Pleistoceno hasta los pesticidas que silencian primaveras, hemos tratado a la naturaleza como un recurso infinito.

Ambientalistas, científicos e indígenas vienen advirtiendo lo mismo desde hace medio siglo, y aun así la inacción sigue siendo la norma.

Mucho se ha perdido. Pero todavía queda un margen estrecho, incómodo, urgente para decidir si esta historia termina como una elegía más o como un punto de inflexión real.