El fantasma en Silicon Valley: Peter Thiel
Silicon Valley jamás fue un lugar célebre por el glamour, la elegancia o la presencia humana en general; su ecosistema está hecho de servidores, start-ups deshidratadas y hombres que creen que una camiseta con logo es “cultura”. Y, sin embargo, Peter Thiel un multimillonario rodeado de proyectos fallidos, obsesiones civilizatorias y cruzadas tecnológicas ha logrado construir una mística personal. No porque su carisma lo amerite, sino porque la industria, adicta a sus propios mitos, necesita profetas aunque hablen en binario.
Cofundador de PayPal, primer inversor externo de Facebook, creador de Palantir esa especie de fusión entre una empresa de datos y una novela distópica gubernamental, autor del evangelio emprendedor Zero to One y fundador de un hedge fund, Thiel acumula credenciales como quien colecciona artefactos mágicos. Pero su aura no proviene de sus éxitos sino de su condición de anomalía: un “pez fuera del agua” que insiste en que el agua está equivocada.
Su postura ideológica quedó tatuada en abril de 2009, cuando, sin respirar, escribió en “The Education of a Libertarian”: “Ya no creo que la libertad y la democracia sean compatibles.”
Para Thiel, el Estado democrático no es un contrapeso ni un marco institucional: es un obstáculo, un error histórico que frena la innovación, el crecimiento y la grandeza que según él solo la tecnología “dura” puede liberar. Desde entonces, esa convicción es la columna vertebral de su política, sus inversiones y su arquitectura de poder.
En 2018, declaró que Silicon Valley se había vuelto intolerante con las perspectivas conservadoras, así que se mudó a Los Ángeles (una metrópolis famosa por su tolerancia) y compró una mansión en Miami Beach. Ayudó en la transición de Donald Trump, apareció en la Convención Nacional Republicana proclamando “Estoy orgulloso de ser gay”, invirtió en proyectos para “curar” el envejecimiento y financió iniciativas libertarias que fantasean con ciudades flotantes en aguas internacionales. En sus ensayos, serpenteantes como un software mal documentado, mezcla política, globalización, economía, escatología bíblica y el pensamiento del antropólogo René Girard, su mentor teórico.
Sus pasatiempos incluyen experimentos que parecen chistes internos de una elite aburrida: Frisson, un salón-restaurante ya cerrado en San Francisco; American Thunder, una publicación conservadora orientada a fanáticos de Nascar; y la legendaria financiación de la demanda de Hulk Hogan que descarriló a Gawker en 2016, una vendetta que Silicon Valley celebró como si fuera un triunfo ético.
A esta altura, Thiel posee un pequeño culto itinerante. Es un polo de gravedad dentro del valle: sus charlas tan escasas como densas circulan como códices góticos entre creyentes y detractores. En su biografía crítica The Contrarian: Peter Thiel and Silicon Valley’s Pursuit of Power, el periodista de Bloomberg Max Chafkin sostiene que Thiel forjó la ideología dominante del valle, esa doctrina que afirma que el progreso tecnológico debe perseguirse con fervor religioso y sin contemplar sus costos sociales.
Los devotos de Thiel prefieren otra narrativa: lo ven como un tecno libertario iluminado que asocia la innovación con la libertad, el progreso científico y, cuando están inspirados, la salvación. La fascinación por los ricos es una enfermedad cultural estable, así que no sorprende que Thiel atraiga seguidores.
Pero sigue siendo un espécimen inclasificable: no es tecnólogo, no inventó productos que transformaran la vida cotidiana, no dirige una empresa que saque brillo al imaginario colectivo. Jobs, Gates, Bezos e incluso Zuckerberg tienen sus exegetas; Thiel, por contraste, tiene algo más extraño: un público obsesionado con descifrar lo que él cree que es el futuro.
Para 2025, sin embargo, la etiqueta de “contrario” queda chica, casi enternecedora. Si en la década pasada Thiel era el provocador arrojando piedras desde fuera de la fortaleza, hoy a sus 58 años es el arquitecto que redibuja los planos originales.
Su consagración pública no llegó mediante una IPO sino mediante una investidura: el ascenso de J.D. Vance a la Vicepresidencia de los Estados Unidos. No fue un retorno de inversión: fue una demostración de que Thiel no financia campañas, sino ideologías completas, incubadas en la intersección de su capital de riesgo y su capital político, que para él son indistinguibles.
La exégesis thieliana tuvo que reescribirse. Ya no se trata de ciudades flotantes o la inmortalidad biológica: hoy su proyecto central es la reindustrialización de la guerra estadounidense. A través de Founders Fund, Thiel impulsó el renacimiento del hardware letal: de la inteligencia de Palantir “el cerebro analítico” a Anduril Industries, su campeón militar, diseñado para competir con los contratistas históricos. Thiel logró lo inconcebible: desplazar a gigantes como Lockheed Martin para instalar un “Silicon Valley militarizado” dentro del Pentágono.
Para sus críticos, esto no es un giro: es la confirmación de sus peores sospechas. La tecnocracia dejó de optimizar clics; ahora automatiza campos de batalla.
Su retórica también mutó. Hoy es más teológica que económica. En sus apariciones recientes, lejos de hablar de curvas ascendentes, Thiel invoca fuerzas bíblicas con inquietante naturalidad. Ha enmarcado la regulación excesiva de la Inteligencia Artificial y el estancamiento tecnológico como expresiones del “Anticristo”: una entidad que paraliza el progreso y homogeneiza al mundo. Para él, acelerar la tecnología sin frenos éticos no es irresponsabilidad: es un mandato moral para evitar el colapso civilizatorio.
Peter Thiel ya no es un “pez fuera del agua”. El agua fue reemplazada. Al fusionar la agresividad del venture capital, el nacionalismo de la Nueva Derecha y la tecnología de vigilancia estatal, logró que el entorno se adapte a su química personal.
En el Washington y el Silicon Valley de 2025, el aire se ha vuelto más denso, más oscuro y su composición lleva la impronta del mundo que Peter Thiel siempre estuvo intentando sintetizar.
- ¿Cómo ha capturado la imaginación de tantos un inversor tecnológico con intereses esotéricos?
Sus orígenes y la teoría mimética
Peter Andreas Thiel nació en Frankfurt, Alemania, el 11 de octubre de 1967, aunque su vínculo con Estados Unidos comenzó prácticamente desde la cuna. Sus padres se trasladaron a Cleveland al año siguiente, iniciando una secuencia de migraciones que marcaría la infancia del futuro inversor.
En 1971, cuando Thiel tenía apenas cuatro años, la familia partió hacia Sudáfrica y luego se instaló en Namibia, donde su padre un ingeniero químico supervisaba el desarrollo de una mina de uranio en las afueras de Swakopmund, una ciudad costera del Atlántico.
La familia regresó a Estados Unidos en 1977 y se estableció en Foster City, un suburbio de clase media acomodada en el Área de la Bahía. Según Max Chafkin, la crianza de Thiel estuvo enmarcada en un cristianismo estructurado y unos padres que, con el tiempo, derivarían hacia posiciones “republicanas fanáticas”. Thiel ha rechazado esa caracterización, negando que su familia fuera particularmente evangélica o militante.
Lo que sí admite es que, en esos años, él mismo encarnaba la figura clásica del nerd de los ochenta: brillante en el aula, dedicado al ajedrez competitivo y lector voraz de ciencia ficción; también, un blanco frecuente del acoso escolar.
Thiel llegó a Stanford en 1985. Allí combinó la destreza matemática del ajedrecista con una progresiva fascinación por la filosofía política y la literatura libertaria: descubrió a Ayn Rand y, de manera decisiva, al teórico René Girard, profesor de la universidad y más tarde figura formativa en su mundo intelectual.
Girard lo introdujo en el concepto de deseo mimético, la idea de que los seres humanos adoptan sus deseos imitándolos de otros, internalizando por el camino rivalidades, resentimientos y una tendencia a convertir a terceros en chivos expiatorios para evitar estallidos de violencia mayor.
En Girard, Thiel encontró un marco que como señalaría después influiría no solo en su filosofía política, sino en su comprensión del mercado, de la competencia tecnológica y del comportamiento colectivo.
Hacia 1987, Thiel lanzó en el campus una publicación mensual, The Stanford Review, junto con Norman Book, un amigo de la secundaria. En un momento en que gran parte de la vida política estudiantil estaba marcada por protestas contra el apartheid, campañas para que Stanford desinvirtiera en Sudáfrica y objeciones a la construcción de la Biblioteca Reagan, el Review adoptó una línea editorial declaradamente conservadora. Según Chafkin, las primeras ediciones incluían una nota de tapa denunciando a profesores progresistas como “marxistas encubiertos”, un artículo de opinión que lamentaba la incorporación de autores no blancos en el curso de Cultura Occidental, y una columna satírica, “Confesiones de un desviado sexual”, donde un joven heterosexual narraba en tono jocoso su celibato voluntario.
Mientras la crisis del sida golpeaba con particular fuerza a la región, la revista imprimía ensayos contra lo que describía como “formas antinaturales de sexo” y advertencias sobre la “homofobia-fobia”, un término que usaban para sugerir que la cultura estaba siendo presionada a aceptar, sin crítica, la diversidad sexual.
Chafkin relata además que, cuando un estudiante de último año fue acusado de agresión sexual, el Review publicó una defensa ferviente del acusado, ilustrando la voluntad del proyecto de alinearse, casi instintivamente, con posiciones contrarias a los movimientos sociales emergentes.
La era de PayPal y la “Mafia”
Después de graduarse, Thiel fundó un pequeño fondo de cobertura, Thiel Capital, financiado en gran parte con aportes de familiares y amigos. En 1998 conoció a Max Levchin, un joven criptógrafo con una inclinación casi ascética por la ingeniería de seguridad, e hizo una modesta inversión en su startup.
En menos de un año, Thiel se había convertido en director ejecutivo de la empresa, Confinity, que ofrecía un servicio experimental de transferencia de dinero llamado PayPal. Para Thiel, la tecnología no era simplemente un medio para facilitar pagos digitales: representaba un potencial disruptivo capaz, según él mismo de acelerar “la erosión del Estado-Nación”.
Confinity comenzó a contratar a personas conocidas: cuatro ex editores del Stanford Review y media docena de antiguos colaboradores.
Durante un tiempo, PayPal compartió oficina y una rivalidad apenas velada con X.com, la empresa de pagos digitales fundada por Elon Musk.
Ambas compañías recurrían a incentivos agresivos para atraer usuarios: diez dólares por registrarse y otros diez por cada referido. PayPal no estaba registrada como entidad bancaria y no recopilaba demasiada información sobre sus clientes; como resultado, recuerda Chafkin, el servicio comenzó a ser utilizado para transacciones que los bancos tradicionales evitaban, como pornografía o juegos de azar, usos que la empresa posteriormente prohibió.
Levchin, por su parte, desarrolló un bot que recorría eBay, contactaba a vendedores, mostraba interés por sus productos y los instaba a adoptar PayPal como método de pago. Los artículos por los que pujaba eran luego donados a la Cruz Roja. Era un tipo de estrategia que hoy se denominaría growth hacking, y funcionó: la base de usuarios de PayPal creció rápidamente.
A comienzos del año 2000, PayPal y X.com tenían cuotas de mercado similares y ambas estaban perdiendo dinero. Tras una serie de discusiones, las compañías se fusionaron bajo el nombre de X.com inicialmente conservó su nombre antes de cambiar para centrarse únicamente en los pagos, convirtiéndose finalmente en PayPal, con Musk como director ejecutivo y Thiel como vicepresidente ejecutivo.
Según Chafkin, tras el colapso del mercado tecnológico ese mismo año, Thiel prácticamente desapareció de la empresa (algo que Thiel niega). Meses después, mientras Musk estaba de luna de miel, un grupo de ejecutivos de PayPal organizó una revuelta corporativa: amenazaron con renunciar a menos que Thiel fuese reinstalado como CEO. Musk fue desplazado.
Un año más tarde, mientras PayPal se preparaba para su salida a bolsa, Thiel (según fuentes citadas por Chafkin) planteó a la junta directiva un ultimátum: más participación accionaria o su renuncia (otro punto que Thiel niega). La junta cedió.
En 2002, poco después de que las acciones comenzaran a cotizar, Thiel “revendió” PayPal a eBay por 1.500 millones de dólares.
Y casi de inmediato, apenas se cerró la adquisición, anunció su renuncia mediante un comunicado de prensa. En lugar de continuar al frente de la empresa que había ayudado a construir, Thiel ya planeaba su próximo fondo de cobertura.
Evadir reglas, bordear límites legales, desplazar a socios, abandonar proyectos en cuanto dejaban de interesarle: Chafkin sostiene que buena parte del manual operativo de Silicon Valley en los años siguientes con su mezcla de audacia, conflicto y cálculo frío se consolidó en PayPal.
Tal vez por eso los primeros empleados y ejecutivos adoptaron, más tarde, el apodo de la “Mafia de PayPal”: un guiño irónico a su reputación de clan cerrado, implacable e influyente. En 2007, una célebre fotografía para Fortune los mostró en un restaurante, vestidos al estilo de la familia Corleone, con trajes deportivos lujosos y ropa informal de “trastienda”. Elon Musk no aparecía en la imagen.
Thiel, en cambio, ocupaba el centro, rodeado de prolijas torres de fichas de póquer. Con la frente despejada, los ojos azul grisáceo ligeramente hundidos y una sonrisa apenas insinuada, parecía observar la escena con una calma que rozaba la complacencia.
Palantir y el momento straussiano
A finales de los años noventa, Thiel era conocido sobre todo por su papel en PayPal; un público más reducido lo identificaba también por sus escritos y por su creciente interés en la teoría política.
Pero, al comenzar el nuevo milenio, su perfil empezó a transformarse. Chafkin escribe que, tras los atentados del 11 de septiembre, Thiel se volvió “cada vez más consumido por la amenaza que representaba el terrorismo islámico” y adoptó una postura crecientemente escéptica frente a la inmigración y a otras formas de globalización.
Mientras trabajaba en su nuevo fondo de cobertura, Clarium Capital, comenzó a financiar un proyecto que definió a la siguiente etapa de su trayectoria: Palantir Technologies, bautizada en honor a las “piedras videntes” de El Señor de los Anillos de J. R. R. Tolkien.
El propósito inicial de Palantir era combinar vastas cantidades de datos gubernamentales y aplicar técnicas avanzadas para analizarlos.
Según se informó entonces, Palantir utilizó software desarrollado originalmente en PayPal para detectar redes criminales y mitigar el fraude; la lógica era sencilla: si una herramienta podía identificar lavadores de dinero, tal vez podría identificar también a terroristas. (Thiel sostiene que Palantir nunca utilizó tecnología de PayPal). “Se asumió que esto violaría ciertas normas de privacidad del mundo anterior al 11 de septiembre, pero que eso estaría totalmente bien en el mundo posterior al 11 de septiembre”, escribe Chafkin.
En los primeros años, el funcionamiento real del sistema resultaba difícil de evaluar desde afuera: Chafkin afirma que las primeras versiones del software eran “efectivamente inútiles”, más cercanas a una demostración que a un producto. (Thiel rechaza esta caracterización). Aun así, la CIA a través de su brazo de capital de riesgo realizó una inversión temprana, y el Departamento de Policía de Nueva York se convirtió en cliente. Décadas después, Palantir, que salió a bolsa el 2020, está valorada en más de cincuenta mil millones de dólares.
En 2004, el mismo año en que Thiel realizó su ya célebre inversión inicial en Facebook, organizó en Stanford un pequeño simposio titulado “Política y el Apocalipsis”. Su contribución, luego publicada como un ensayo bajo el nombre “El momento straussiano”, partía de la premisa de que el 11 de septiembre había desestabilizado “todo el marco político y militar de los siglos XIX y XX”, obligando a un reexamen de los fundamentos de la modernidad política.
En el texto, Thiel combinó referencias a Thomas Hobbes y John Locke con ideas de los pensadores conservadores Leo Strauss y Carl Schmitt, intercaladas con conceptos tomados de la teoría del deseo mimético de René Girard, para armar un diagnóstico sombrío del orden contemporáneo.
Thiel argumentó que el contrato social había mostrado su insuficiencia. Un Occidente secular, racional y capitalista, escribió, carecía de un modo coherente de responder ideológicamente al 11 de septiembre.
Especuló que Schmitt, jurista, teórico del decisionismo y miembro del Partido Nazi habría respondido pidiendo “una nueva cruzada”, una reacción incompatible con una cultura secular que negaba su propia violencia constitutiva.
Citó luego a Strauss, quien sostuvo que Estados Unidos debía su grandeza “no solo a su habitual adhesión a los principios de libertad y justicia, sino también a su ocasional desviación de ellos”.
Reconocer tales desviaciones, observó Thiel, se había vuelto “políticamente incorrecto”, pero el país aún podía recurrir a canales de poder transnacionales invisibles, inexplicables, extralegales y extrajudiciales.
Finalmente recurrió nuevamente a Girard: en un mundo donde los países competían miméticamente por el prestigio asociado a poseer armas nucleares, la probabilidad de “violencia apocalíptica ilimitada” aumentaba.
El destino del mundo posmoderno, concluyó Thiel, se jugaría entre dos polos radicales: “la violencia ilimitada de la mímesis desbocada o la paz del reino de Dios”.
Inversiones excéntricas y la guerra con Gawker
Ya fuera que el futuro se inclinara hacia la utopía tecnológica o hacia el colapso apocalíptico, Thiel parecía decidido a ubicarse en una posición estratégica para beneficiarse de cualquiera de los dos escenarios.
En 2005, fundó la firma de capital de riesgo Founders Fund, cuyo manifiesto prometía financiar “empresas más riesgosas y fuera de lo común que realmente tengan el potencial de cambiar el mundo”. La cartera pronto reflejó esa ambición: desde tecnologías de longevidad y antienvejecimiento hasta contratistas de defensa, incluido SpaceX.
Por esos mismos años, Valleywag, un nuevo blog de chismes sobre Silicon Valley perteneciente a Gawker Media comenzó a convertir a Thiel en un blanco frecuente. En 2007, publicó un artículo titulado “Peter Thiel es totalmente gay, gente”, que resultó especialmente perturbador para él. Aunque muchos amigos y colegas ya conocían su orientación sexual, Thiel interpretó la nota como una revelación forzada, un outing sin consentimiento.
Hacia el final de la década, Thiel se hizo cercano a Patri Friedman, un ingeniero y teórico libertario que escribía sobre seasteading, la propuesta de crear comunidades flotantes en aguas internacionales que funcionaran como laboratorios sociales libertarios.
Thiel ofreció financiamiento para lanzar una organización sin fines de lucro dedicada a la idea.
En 2009, escribió un ensayo en el que declaraba que ya no creía que “la libertad y la democracia sean compatibles”, una afirmación que Gawker convirtió rápidamente en nuevo combustible editorial.
Fue también por esa época que, según Chafkin, Thiel comenzó a leer los ensayos de Curtis Yarvin, quien escribía bajo el seudónimo Mencius Moldbug.
Yarvin defendía el llamado “formalismo”, una teoría política que rechazaba la democracia y proponía una estructura de gobierno semejante a una corporación o una monarquía ejecutiva. Estas ideas se consolidarían luego en la llamada “neo-reacción”, un marco ideológico que, según Chafkin, sostiene que la ciencia climática es fraudulenta y que las diferencias genéticas predisponen a ciertos grupos a la “maestría” y a otros a la subordinación. Thiel, escribe Chafkin, “se suscribió a los dos primeros puntos de vista, si no al tercero”. (Thiel niega suscribir cualquiera de estas posiciones).
En 2015, Thiel publicó “Against Edenism” en la revista católica First Things. En ese ensayo, culminó su argumentación con un planteo escatológico a favor de la aceleración tecnológica, como si el progreso fuese la única barrera frente a un inmovilismo fatal.
Años después, Max Read, ex editor en jefe de Gawker, sugeriría que la política de Thiel estaba impulsada por “un miedo apocalíptico al estasis”: un temor profundo a que la civilización se quedara quieta.
Era quizá por esta razón que, a diferencia de muchos inversores del sector, Thiel parecía plenamente consciente de que la industria tecnológica no necesariamente había “agregado mucho a la economía o a la felicidad humana, y mucho menos demostrado ‘progreso’”.
La era Trump y la visión del mundo
Para este punto, Thiel estaba inquieto. En 2016, cuando Donald Trump emergió como el candidato presidencial republicano, Thiel percibió en él una oportunidad inesperada. “Trump era, en muchos sentidos, un avatar perfecto para el proyecto político que Thiel había estado persiguiendo”, escribe Chafkin. En la figura del político más caótico de la historia moderna de Estados Unidos, Thiel pareció ver algo así como una vía de escape al estancamiento.
Pero ¿tiene sentido la visión del mundo de Thiel? Sus críticos ven en ella una maraña de contradicciones y una arquitectura ideológica sin principios claros. Sus admiradores, en cambio, leen profundidad: un marco novedoso, incluso seductor, para pensar el futuro.
Su apoyo a Trump alienó a algunos simpatizantes, aunque para otros no hizo más que profundizar su halo de misterio.
En muchos aspectos, la visión de Thiel es familiar. Aunque suele quejarse de que el futurismo de Hollywood es excesivamente distópico, gran parte de sus inversiones apunta a un mundo que no desentonaría en Blade Runner: militarizado, privado, corporativo, hermético y vigilado.
Los procesos de la democracia liberal aparecen, para él, como estorbos o distracciones; lo que imagina es un futuro moldeado casi exclusivamente por la tecnología.
Y sin embargo Thiel, en otros sentidos, es realmente excéntrico, lo que lo convierte en una figura intelectual curiosamente atractiva en un ecosistema cultural dominado por la vida digital, los memes y una conversación pública cada vez más plana.
Su identidad intelectual es deliberadamente singular: un tejido de antropología, teoría política y teología. En entrevistas y apariciones públicas, se desplaza con fluidez entre el lenguaje de la alta tecnología, el pensamiento político, las finanzas y la religión.
Su fe también ocupa un lugar central en su visión del mundo. En 2015, declaró ante una audiencia que el cristianismo era “el prisma con el que miro al mundo entero”.
Intentar tomarse en serio ese marco implica, para cualquiera que quiera entenderlo, adentrarse en Girard, Strauss y el Libro del Apocalipsis: trayectorias intelectuales que para la mayoría resultarán inesperadas. Pero donde algunos perciben mística, quizás haya simplemente una opacidad cuidadosamente trabajada.
Leo Strauss, el filósofo conservador, argumentaba que ciertos escritores transmiten sus ideas más radicales a través de una prosa cuidadosamente encriptada, donde “la verdad sobre todas las cosas cruciales se presenta exclusivamente entre líneas”.
En conversación, Thiel puede parecer marcadamente “straussiano”: opaco, enigmático, incluso oracular.
Domina el arte de la digresión estratégica, moviendo la conversación hacia territorios donde la claridad se vuelve optativa. Para muchos de sus seguidores, parte de su atractivo reside justamente en la invitación permanente a descifrarlo, interpretarlo, anticipar una revelación.
Por otro lado, la explicación podría ser mucho más prosaica: cuando el dinero habla, la gente escucha.
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